Cristo es el camino y la puerta. Cristo es la escalera y el vehículo. Es el propiciatorio colocado sobre el arca de Dios. Es "el misterio escondido desde siglos"
(San Buenaventura)

23.6.25


Que el creyente tome su carro y sus bueyes y pensando particularmente en Dios, ¡que siga los preceptos del Maestro y se ocupe de la tierra, sin olvidar el Cielo! 
(Santa H.de Bingen, 1098-1179)

12.6.25

12 de junio: San Onofre, eremita


En Egipto, San Onofre, anacoreta, que en el vasto desierto llevó vida religiosa por espacio de sesenta años.
Entre los muchos ermitaños que vivieron en los desiertos de Egipto durante los siglos cuarto y quinto, había un santo varón llamado Onofre. Lo poco que sabemos sobre él procede de un relato, atribuido a cierto abad Pafnucio, sobre las visitas que hizo a los ermitaños de la Tebaida. Al parecer, varios de los ascetas que conocieron a Pafnucio le pidieron que escribiera esa relación de la que circularon varias versiones, sin que por ello se desvirtuara la esencia de la historia.
Pafnucio emprendió la peregrinación con el fin de estudiar la vida ermítica y descubrir si él mismo sentía verdadera inclinación a ella. Con este propósito dejó su monasterio y, durante dieciséis días, recorrió el desierto y tuvo algunos encuentros edificantes y algunas aventuras extrañas; pero en el día décimo séptimo quedó asombrado a la vista de un ser al que se habría tomado por animal, pero era un hombre: ¡Era un hombre anciano, con la cabellera y las barbas tan largas, que le llegaban al suelo! ¡Tenía el cuerpo cubierto por un vello espeso como la piel de una fiera y de sus hombros colgaba un manto de hojas!... La aparición de semejante criatura fue tan espantable, que Pafnucio emprendió la huida. Sin embargo, el extraño ser le llamó para detenerle y le aseguró que también él era un hombre y un siervo de Dios. Con cierto recelo al principio, Pafnucio se acercó al desconocido, pero muy pronto ambos entablaron conversación y se enteró de que aquel extraño ser se llamaba Onofre, que había sido monje en un monasterio donde vivían con él muchos otros hermanos y que, al seguir su inclinación hacia la vida de soledad, se retiró ul desierto, donde había pasado setenta años. En respuesta a las preguntas de Pafnucio, el ermitaño admitió que en innumerables ocasiones había sufrido de hambre y de sed, de los rigores del clima y de la violencia de las tentaciones; sin embargo, Dios le había dado también consuelos innumerables y le había alimentado con los dátiles de una palmera que crecía cerca de su celda. Más adelante, Onofre condujo al peregrino hasta la cueva donde moraba y ahí pasaron el resto del día en amable plática sobre cosas santas. De repente, al caer la tarde, aparecieron ante ellos una torta de pan y un cántaro de agua y, tras de compartir la comida, ambos se sintieron extraordinariamente reconfortados. Durante toda aquella noche Onofre y Pafnucio oraron juntos.
Al despuntar el sol del día siguiente, Pafnucio advirtió alarmado que se había operado un cambio en el ermitaño, quien evidentemente se hallaba a punto de morir. En cuanto se acercó a él para ayudarle, Onofre comenzó a hablar: «Nada temas, hermano Pafnucio, dijo; el Señor, en su infinita misericordia, te envió aquí para que me sepultaras». El viajero sugirió al agonizante ermitaño que él mismo ocuparía la celda del desierto cuando la abandonase, pero Onofre repuso que no era esa la voluntad de Dios. Instantes después suplicó que le encomendasen el alma a las oraciones de los fieles, por quienes prometía interceder y, tras de haber dado la bendición a Pafnucio, se dejó caer en el suelo y entregó el espíritu. El visitante le hizo una mortaja con la mitad de su túnica, depositó el cadáver en el hueco de una roca y lo sepultó con piedras. Tan pronto como terminó su faena, vio cómo se derrumbaba la cueva donde había vivido el santo y cómo desaparecía la palmera que le había alimentado. Con esto comprendió Pafnucio que no debía permanecer por más tiempo en aquel lugar y se alejó al punto.
Acta Sanctorum, junio, vol. II, se encontrará una selección más que suficiente de variantes textuales. También hay otras versiones orientales, sobre todo las escritas en copto y en etíope. Véase sobre todo a W. Till en Koptische Heiligen und Martyrer-legenden (1935), pp. 14-19; W. E. Crum, Discours de Pisenthios en Revue de l'Orient chrétien, vol. X (1916), pp. 38-67. A pesar de que Pisenthios no dice nada nuevo sobre Onofre, su sermón demuestra que ya por el año 600, se celebraba con solemnidad su fiesta. Conviene ver notas críticas en Analecta Bolladiana, vol. XLVII (1929), pp. 138-141. No se da por cierta la tesis de que los nombres de Onfroi, Humfrey y sus derivados, que tanto se popularizaron en Francia e Inglaterra durante la Edad Media, se debiesen al culto a san Onofre, importado a Europa por los cruzados: cf. E. G. Withycombe, Oxford Dictionary of English Christian Names (1950). En la imagen: ícono cretense de mediados del siglo XVII.
fuente del texto: «Vidas de los santos de A. Butler»

8.6.25

Pentecostés

¡Señor, envía tu Espíritu!

El Señor dice en el Evangelio: “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (Jn 14,26). El Padre envió el Espíritu en el nombre del Hijo, para la gloria del Hijo, para manifestar la gloria del Hijo.
Les dice “les enseñará todo” para que sepan, y “les recordará lo que les he dicho” (Jn 14,26), exhorta. La gracia del Espíritu da el saber y el querer. Por eso cantamos en la misa de este día “¡Ven Espíritu Santo, penetra en el corazón de tus fieles!”, para que tengan la ciencia “¡que sean abrasados por el fuego de tu amor!” para que tengan el deseo de traducir en hechos lo que saben. Por eso también cantamos “¡Oh Señor, renueva la faz de la tierra!” Las Lamentaciones de Jeremías así enseñan: “El envió un fuego desde lo alto, lo hizo bajar hasta mis huesos” para instruirme (cf. Lm 1,13). La Iglesia comenta que el Padre de lo Alto, el Hijo, envían hoy en mis huesos, en los apóstoles, un fuego, el Espíritu Santo. Me instruye para que yo sepa y quiera. (…)
El Espíritu Santo da el saber y el querer. Presentemos lo que está en nuestras posibilidades y seremos templo del Espíritu Santo. ¡Recemos al Hijo de enviarlo a nosotros, Él que es bendito por los siglos. Amén! … Recemos con fervor, pidamos al Hijo de Dios enviar el Paracleto que nos hará conocerlo y amarlo, para llegar hasta Él.
San Antonio de Padua (1195-1231) franciscano, doctor de la Iglesia

26.5.25

San Gregorio Magno (c. 540-604) papa y doctor de la Iglesia. Morales sobre el libro de Job, XIII

Elevar el espíritu hasta la esperanza de la gloria

Si la santa Iglesia soporta las adversidades de la vida presente, es porque es conducida por una gracia de lo Alto, hasta las recompensas eternas. Desprecia la muerte de su carne, porque aspira a la gloria de la resurrección. Es transitorio lo que ella sufre, perpetuo lo que espera. Los bienes perpetuos no le inspiran ninguna duda, porque posee ya un testimonio fiel en la gloria de su Redentor. Ella ve en espíritu la resurrección de su carne y se levanta con todas sus fuerzas hacia la esperanza. Lo que ve ya cumplido en su Cabeza, se cumplirá un día en el Cuerpo de su Redentor, es decir en ella misma. Tal es su inquebrantable esperanza. (…)
Como la esperanza de la resurrección está fortificada en la Iglesia por la esperanza de la resurrección del Señor, habría que agregar que hay en el cielo un testigo fiel. La Iglesia tiene ya como testigo al Resucitado de entre los muertos, que está en los cielos.
Así, cuando sufre una adversidad, cuando está agotado por duras tribulaciones, el pueblo fiel puede elevar su espíritu hasta la esperanza de la gloria que lo espera. Funda su confianza en la resurrección de su Redentor “Aún ahora, mi testigo está en el cielo y mi garante, en las alturas” (Jb 19,19). Tenemos el derecho de llamarlo garante porque conoce nuestra naturaleza, no solamente por crearla, sino también al asumirla. Ya que para él conocer nuestra condición es haberla aceptado.

25.5.25

San Bernardo (1091-1153) monje cisterciense y doctor de la Iglesia. Sermón 21. 

“El Espíritu Santo les enseñará todo y les dará la paz”

El que camina bajo la conducción del Espíritu no permanece constantemente en el mismo estado y no progresa siempre con el mismo paso. El camino hombre no pertenece a él mismo, sino que depende de la iniciativa del Espíritu, su maestro. Él le otorga de olvidar lo que está detrás e ir hacia adelante, a veces lentamente, a veces con mayor impulso. Pienso que si prestas atención, tu experiencia interior confirmará lo que acabo de expresar.
Si te sientes aletargado, por la pena o el disgusto, no pierdas confianza ni abandones tu proyecto de vida espiritual. Busca más bien la mano del que es tu auxilio. Implórale de entrenarte en su seguimiento (cf. Ct 1,4) hasta que atraído por la gracia reencuentres el dinamismo y la alegría de la marcha. Entonces podrás decir “Correré por el camino de tus mandamientos, porque tú me infundes ánimo” (Sal 119,32). (…)
Cuando te sientas colmado, no digas “Nada me hará vacilar”, para no tener que decir gimiente lo que sigue del Salmo “Pero apenas ocultaste tu rostro, quedé conturbado” (Sal 29, 7-8). Si eres sabio, tendrás cuidado de seguir el consejo de la Sabiduría. El día de infortunio, no olvidarás la felicidad y en la consolación no olvidarás los momentos de infortunio (cf. Si 11,27). (…)
Así la esperanza no te faltará en tiempos de penas, ni la previsión en días de felicidad. En medio de triunfos o de fracasos de estos tiempos inestables, guardarás, como imagen de eternidad, una sólida estabilidad de alma. Bendecirás al Señor en todo tiempo y así, en el seno de un mundo vacilante, encontrarás la paz, una paz inquebrantable. Comenzarás a renovarte y transformarte a imagen y semejanza de un Dios de serenidad eterna.

19.4.25

Vigilia Pascual

En el Credo decimos respecto al camino de Cristo: “Descendió a los infiernos”. ¿Qué ocurrió entonces? Ya que no conocemos el mundo de la
muerte, sólo podemos figurarnos este proceso de la superación de
la muerte a través de imágenes que siempre resultan poco
apropiadas. Sin embargo, con toda su insuficiencia, ellas nos
ayudan a entender algo del misterio. La liturgia aplica las palabras
del Salmo 23 [24] a la bajada de Jesús en la noche de la muerte:
“¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas
compuertas!” Las puertas de la muerte están cerradas, nadie puede
volver atrás desde allí. No hay una llave para estas puertas de
hierro. Cristo, en cambio, tiene esta llave. Su Cruz abre las puertas
de la muerte, las puertas irrevocables. Éstas ahora ya no son
insuperables. Su Cruz, la radicalidad de su amor es la llave que abre
estas puertas. El amor de Cristo que, siendo Dios, se ha hecho
hombre para poder morir; este amor tiene la fuerza para abrir las
puertas. Este amor es más fuerte que la muerte. Los iconos
pascuales de la Iglesia oriental muestran cómo Cristo entra en el
mundo de los muertos. Su vestido es luz, porque Dios es luz. “La
noche es clara como el día, las tinieblas son como luz”
(cf. Sal 138 [139], 12). Jesús que entra en el mundo de los muertos
lleva los estigmas: sus heridas, sus padecimientos se han
convertido en fuerza, son amor que vence la muerte. Él encuentra a
Adán y a todos los hombres que esperan en la noche de la muerte.
A la vista de ellos parece como si se oyera la súplica de Jonás:
“Desde el vientre del infierno pedí auxilio, y escuchó mi clamor”
(Jon 2, 3). El Hijo de Dios en la encarnación se ha hecho una sola
cosa con el ser humano, con Adán. Pero sólo en aquel momento, en
el que realiza aquel acto extremo de amor descendiendo a la noche
de la muerte, Él lleva a cabo el camino de la encarnación. A través
de su muerte Él toma de la mano a Adán, a todos los hombres que
esperan y los lleva a la luz.

fuente: fragmento  de "Homilías de Benedicto XVI en la Vigilia Pascual".

Sábado Santo

Carta de San Pablo a los Romanos 6,3-11.
Hermanos:
¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte?
Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva.
Porque si nos hemos identificado con Cristo por una muerte semejante a la suya, también nos identificaremos con él en la resurrección.
Comprendámoslo: nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, para que fuera destruido este cuerpo de pecado, y así dejáramos de ser esclavos del pecado.
Porque el que está muerto, no debe nada al pecado.
Pero si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él.
Sabemos que Cristo, después de resucitar, no muere más, porque la muerte ya no tiene poder sobre él.
Al morir, él murió al pecado, una vez por todas; y ahora que vive, vive para Dios.
Así también ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.