8.8.25
Santo Domingo de Guzmán - 8 de agosto
4.8.25
Confianza ciega y absoluta en Jesús - Santa Teresa de Calcuta
Santa Teresa de Calcuta (1910-1997) fundadora de las Hermanas Misioneras de la Caridad
No hay amor más grande
«Partió los panes y se los dio a los discípulos; y los discípulos se los dieron a la gente»
Simplicidad de nuestra vida contemplativa: ¡nos hace ver el rostro de Dios en cada cosa, en cada ser, por todas partes y siempre! Y su mano, presente en cada acontecimiento hace que todo lo llevemos a cabo –la meditación, el estudio, el trabajo y el intercambio, comer y dormir- en Jesús, con Jesús, por Jesús y para Jesús bajo la mirada amorosa del Padre, cuando permanecemos siempre dispuestas a recibirle bajo cualquiera que sea la forma que viene revestido. Estoy del todo cautivada por el hecho de que Jesús, antes de comentar la Palabra de Dios, antes de anunciar a las multitudes las Bienaventuranzas, movido de compasión por ella, les cura y les alimenta. Y es tan sólo después que les comunica su doctrina. Ama a Jesús generosamente, ámale confiadamente, sin mirar detrás de ti y sin aprehensión. Date enteramente a Jesús. Y te cogerá como instrumento para realizar sus maravillas con la sola condición de que tú seas infinitamente más consciente de su amor que de tu debilidad. Cree en él, ponte en sus manos en un impulso de confianza ciega y absoluta, porque él es Jesús. Cree en Jesús, y Jesús sólo es la vida; debes saber que la santidad no es otra cosa que este mismo Jesús viviendo íntimamente en ti; entonces él será libre de hacer el gesto de su mano sobre ti.
22.7.25
"En él vivimos, nos movemos y existimos"
10.7.25
Por los caminos...
23.6.25
12.6.25
12 de junio: San Onofre, eremita
Entre los muchos ermitaños que vivieron en los desiertos de Egipto durante los siglos cuarto y quinto, había un santo varón llamado Onofre. Lo poco que sabemos sobre él procede de un relato, atribuido a cierto abad Pafnucio, sobre las visitas que hizo a los ermitaños de la Tebaida. Al parecer, varios de los ascetas que conocieron a Pafnucio le pidieron que escribiera esa relación de la que circularon varias versiones, sin que por ello se desvirtuara la esencia de la historia.
Pafnucio emprendió la peregrinación con el fin de estudiar la vida ermítica y descubrir si él mismo sentía verdadera inclinación a ella. Con este propósito dejó su monasterio y, durante dieciséis días, recorrió el desierto y tuvo algunos encuentros edificantes y algunas aventuras extrañas; pero en el día décimo séptimo quedó asombrado a la vista de un ser al que se habría tomado por animal, pero era un hombre: ¡Era un hombre anciano, con la cabellera y las barbas tan largas, que le llegaban al suelo! ¡Tenía el cuerpo cubierto por un vello espeso como la piel de una fiera y de sus hombros colgaba un manto de hojas!... La aparición de semejante criatura fue tan espantable, que Pafnucio emprendió la huida. Sin embargo, el extraño ser le llamó para detenerle y le aseguró que también él era un hombre y un siervo de Dios. Con cierto recelo al principio, Pafnucio se acercó al desconocido, pero muy pronto ambos entablaron conversación y se enteró de que aquel extraño ser se llamaba Onofre, que había sido monje en un monasterio donde vivían con él muchos otros hermanos y que, al seguir su inclinación hacia la vida de soledad, se retiró ul desierto, donde había pasado setenta años. En respuesta a las preguntas de Pafnucio, el ermitaño admitió que en innumerables ocasiones había sufrido de hambre y de sed, de los rigores del clima y de la violencia de las tentaciones; sin embargo, Dios le había dado también consuelos innumerables y le había alimentado con los dátiles de una palmera que crecía cerca de su celda. Más adelante, Onofre condujo al peregrino hasta la cueva donde moraba y ahí pasaron el resto del día en amable plática sobre cosas santas. De repente, al caer la tarde, aparecieron ante ellos una torta de pan y un cántaro de agua y, tras de compartir la comida, ambos se sintieron extraordinariamente reconfortados. Durante toda aquella noche Onofre y Pafnucio oraron juntos.
Al despuntar el sol del día siguiente, Pafnucio advirtió alarmado que se había operado un cambio en el ermitaño, quien evidentemente se hallaba a punto de morir. En cuanto se acercó a él para ayudarle, Onofre comenzó a hablar: «Nada temas, hermano Pafnucio, dijo; el Señor, en su infinita misericordia, te envió aquí para que me sepultaras». El viajero sugirió al agonizante ermitaño que él mismo ocuparía la celda del desierto cuando la abandonase, pero Onofre repuso que no era esa la voluntad de Dios. Instantes después suplicó que le encomendasen el alma a las oraciones de los fieles, por quienes prometía interceder y, tras de haber dado la bendición a Pafnucio, se dejó caer en el suelo y entregó el espíritu. El visitante le hizo una mortaja con la mitad de su túnica, depositó el cadáver en el hueco de una roca y lo sepultó con piedras. Tan pronto como terminó su faena, vio cómo se derrumbaba la cueva donde había vivido el santo y cómo desaparecía la palmera que le había alimentado. Con esto comprendió Pafnucio que no debía permanecer por más tiempo en aquel lugar y se alejó al punto.
fuente del texto: «Vidas de los santos de A. Butler»
8.6.25
Pentecostés
¡Señor, envía tu Espíritu!