Cristo es el camino y la puerta. Cristo es la escalera y el vehículo. Es el propiciatorio colocado sobre el arca de Dios. Es "el misterio escondido desde siglos"
(San Buenaventura)

8.8.25

Santo Domingo de Guzmán - 8 de agosto

Santo Domingo de Guzmán

El fundador de los Padres Dominicos, que son ahora 6,800 en 680 casas en el mundo, nació en Caleruega, España, en 1171. 
Su madre, Juana de Aza, era una mujer admirable en virtudes y ha sido declarada Beata. Lo educó en la más estricta formación religiosa.   
A los 14 años se fue a vivir con un tío sacerdote en Palencia en cuya casa trabajaba y estudiaba. 
La gente decía que en edad era un jovencito pero que en seriedad parecía un anciano.
Su goce especial era leer libros religiosos, y hacer caridad a los pobres.   
En un viaje que hizo, acompañando a su obispo por el sur de Francia, se dio cuenta de que los herejes habían invadido regiones enteras y estaban haciendo un gran mal a las almas. Y el método que los misioneros católicos estaban empleando era totalmente inadecuado.    
Los predicadores llegaban en carruajes elegantes, con ayudantes y secretarios, y se hospedaban en los mejores hoteles, y su vida no era ciertamente un modelo de la mejor santidad.
Y así de esa manera las conversiones de herejes que conseguían, eran mínimas. Domingo se propuso un modo de misionar totalmente diferente.   Vio que a las gentes les impresionaba que el misionero fuera pobre como el pueblo. Que viviera una vida de verdadero buen ejemplo en todo. Y que se dedicara con todas sus energías a enseñarles la verdadera religión. Se consiguió un grupo de compañeros y con una vida de total pobreza, y con una santidad de conducta impresionante, empezaron a evangelizar con grandes éxitos apostólicos.
Sus armas para convertir eran la oración, la paciencia, la penitencia, y muchas horas dedicadas a instruir a los ignorantes en religión.
Cuando algunos católicos trataron de acabar con los herejes por medio de las armas, o de atemorizarlos para que se convirtieran, les dijo: «Es inútil tratar de convertir a la gente con la violencia. La oración hace más efecto que todas las armas guerreras. No crean que los oyentes se van a conmover y a volver mejores por que nos ven muy elegantemente vestidos. En cambio con la humildad sí se ganan los corazones».
En agosto de 1216 fundó Santo Domingo su Comunidad de predicadores, con 16 compañeros que lo querían y le obedecían como al mejor de los padres. Ocho eran franceses, siete españoles y uno inglés. Los preparó de la mejor manera que le fue posible y los envió a predicar, y la nueva comunidad tuvo una bendición de Dios tan grande que a los pocos años ya los conventos de los dominicos eran más de setenta, y se hicieron famosos en las grandes universidades, especialmente en la de París y en la de Bolonia.   
El gran fundador le dieron a sus religiosos unas normas que les han hecho un bien inmenso por muchos siglos.
Por ejemplo estas: 
Primero contemplar, y después enseñar: dedicar tiempo y muchos esfuerzos a estudiar y meditar las enseñanzas de Jesucristo y de su Iglesia; después sí predicar con todo el entusiasmo posible.-
Predicar siempre y en todas partes. Santo Domingo quiere que el oficio principal de sus religiosos sea predicar, catequizar, propagar las enseñanzas católicas por todos los medios posibles. Y él mismo daba el ejemplo: donde quiera que llegaba empleaba la mayor parte de su tiempo en predicar y enseñar catecismo.
Era el hombre de la alegría, y del buen humor. La gente lo veía siempre con rostro alegre, gozoso y amable. Sus compañeros decían: «De día nadie más comunicativo y alegre. De noche, nadie más dedicado a la oración y a la meditación». Pasaba noches enteras en oración. Era de pocas palabras cuando se hablaba de temas mundanos, pero cuando había que hablar de Nuestro Señor y de temas religiosos entonces sí que charlaba con verdadero entusiasmo. Sus libros favoritos eran el Evangelio de San Mateo y las Cartas de San Pablo. Siempre los llevaba consigo para leerlos día por día y prácticamente se los sabía de memoria.
A sus discípulos les recomendaba que no pasaran ningún día sin leer alguna página del Nuevo Testamento o del Antiguo. Totalmente desgastado de tanto trabajar y sacrificarse por el Reino de Dios a principios de agosto del año 1221 se sintió falto de fuerzas, estando en Bolonia, la ciudad donde había vivido sus últimos años. Tuvieron que prestarle un colchón porque no tenía.
Y el 6 de agosto de 1221, mientras le rezaban las oraciones por los agonizantes cuando le decían: «Que todos los ángeles y santos salgan a recibirte», dijo: «¡Qué hermoso, qué hermoso!» y expiró.   
A los 13 años de haber muerto, el Sumo Pontífice lo declaró santo y exclamó al proclamar el decreto de su canonización: «De la santidad de este hombre estoy tan seguro, como de la santidad de San Pedro y San Pablo».





4.8.25

Confianza ciega y absoluta en Jesús - Santa Teresa de Calcuta

 Santa Teresa de Calcuta (1910-1997) fundadora de las Hermanas Misioneras de la Caridad

No hay amor más grande

«Partió los panes y se los dio a los discípulos; y los discípulos se los dieron a la gente»

Simplicidad de nuestra vida contemplativa: ¡nos hace ver el rostro de Dios en cada cosa, en cada ser, por todas partes y siempre! Y su mano, presente en cada acontecimiento hace que todo lo llevemos a cabo –la meditación, el estudio, el trabajo y el intercambio, comer y dormir- en Jesús, con Jesús, por Jesús y para Jesús bajo la mirada amorosa del Padre, cuando permanecemos siempre dispuestas  a recibirle bajo cualquiera que sea la forma que viene revestido.                                                          Estoy del todo cautivada por el hecho de que Jesús, antes de comentar la Palabra de Dios, antes de anunciar a las multitudes las Bienaventuranzas, movido de compasión por ella, les cura y les alimenta. Y es tan sólo después que les comunica su doctrina.                                                                              Ama a Jesús generosamente, ámale confiadamente, sin mirar detrás de ti y sin aprehensión. Date enteramente a Jesús. Y te cogerá como instrumento para realizar sus maravillas con la sola condición de que tú seas infinitamente más consciente de su amor que de tu debilidad. Cree en él, ponte en sus manos en un impulso de confianza ciega y absoluta, porque él es Jesús. Cree en Jesús, y Jesús sólo es la vida; debes saber que la santidad no es otra cosa que este mismo Jesús viviendo íntimamente en ti; entonces él será libre de hacer el gesto de su mano sobre ti.

22.7.25

"En él vivimos, nos movemos y existimos"

“¡Ojalá quisieran tolerar un poco de locura de mi parte!” (2 Cor 11,1). Tengo que decirlo, lo admito con simplicidad, que el Verbo me ha visitado, y además muy seguido. Aunque él ha entrado frecuentemente en mí, nunca resentí el momento de su venida. He sentido que estaba presente, recuerdo que estaba conmigo. Mismo, algunas veces pude presentir que él vendría, pero nunca he sentido su venida o su partida. ¿Cómo vino o partió? No lo sé.
No es por los ojos que entra, ya que no tiene forma o color que podamos discernir. No es por las orejas, ya que su venida no produce ningún sonido, su presencia tampoco puede ser reconocida por el tacto, ya que es inasible. ¿Cómo entonces vino? ¿Hay que creer que no entró, porque no vino del exterior? En efecto, él no es algo exterior. Pero tampoco puede venir de mi interior, porque él es bueno y en mí, lo sé, no hay nada bueno.
Subí hasta la cima de mí mismo y vi que el Verbo residía más alto todavía. Explorando curioso, descendí a lo más bajo de mi ser, y él se encontraba más bajo todavía. Cuando volví mi mirada hacia el exterior, descubrí que él estaba más allá de lo que me es exterior. Luego me volví hacia el interior y él estaba aún más interior. Reconocí al fin la verdad de estas palabras que había leído en la Escritura: “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hech 17,28). ¡Feliz aquel en el que el Verbo existe, que se mueve y vive por él!
San Bernardo (1091-1153)

10.7.25

Por los caminos...


San Buenaventura (1221-1274) franciscano, doctor de la Iglesia
Vida de San Francisco, Leyenda mayor 

“Por los caminos proclamad que el Reino de los cielos está cerca”

En cierta ocasión asistía devotamente a una misa que se celebraba en memoria de los apóstoles, se leyó aquel evangelio en que Cristo, al enviar a sus discípulos a predicar, les traza la forma evangélica de vida que habían de observar, esto es, que no posean oro o plata, ni tengan dinero en los cintos, que no lleven alforja para el camino, ni usen dos túnicas ni calzado, ni se provean tampoco de bastón.
Francisco, tan pronto como oyó estas palabras y comprendió su alcance, el enamorado de la pobreza evangélica se esforzó por grabarlas en su memoria, y lleno de indecible alegría exclamó: “Esto es lo que quiero, esto lo que de todo corazón ansío”. Y al momento se quita el calzado de sus pies, arroja el bastón, detesta la alforja y el dinero y, contento con una sola y corta túnica, se desprende la correa, y en su lugar se ciñe con una cuerda, poniendo toda su solicitud en llevar a cabo lo que había oído y en ajustarse completamente a la forma de vida apostólica.
Desde entonces, el varón de Dios, fiel a la inspiración divina, comenzó a plasmar en sí la perfección evangélica y a invitar a los demás a penitencia. Sus palabras no eran vacías ni objeto de risa, sino llenas de la fuerza del Espíritu Santo, calaban muy hondo en el corazón, de modo que los oyentes se sentían profundamente impresionados. Al comienzo de todas sus predicaciones saludaba al pueblo, anunciándole la paz con estas palabras: “¡El Señor os dé la paz!” Tal saludo lo aprendió por revelación divina, como él mismo lo confesó más tarde... Así, pues, tan pronto como llegó a oídos de muchos la noticia de la verdad, tanto de la sencilla doctrina como de la vida del varón de Dios, algunos hombres, impresionados con su ejemplo, comenzaron a animarse a hacer penitencia, y, abandonadas todas las cosas, se unieron a él, acomodándose a su vestido y vida.

23.6.25


Que el creyente tome su carro y sus bueyes y pensando particularmente en Dios, ¡que siga los preceptos del Maestro y se ocupe de la tierra, sin olvidar el Cielo! 
(Santa H.de Bingen, 1098-1179)

12.6.25

12 de junio: San Onofre, eremita


En Egipto, San Onofre, anacoreta, que en el vasto desierto llevó vida religiosa por espacio de sesenta años.
Entre los muchos ermitaños que vivieron en los desiertos de Egipto durante los siglos cuarto y quinto, había un santo varón llamado Onofre. Lo poco que sabemos sobre él procede de un relato, atribuido a cierto abad Pafnucio, sobre las visitas que hizo a los ermitaños de la Tebaida. Al parecer, varios de los ascetas que conocieron a Pafnucio le pidieron que escribiera esa relación de la que circularon varias versiones, sin que por ello se desvirtuara la esencia de la historia.
Pafnucio emprendió la peregrinación con el fin de estudiar la vida ermítica y descubrir si él mismo sentía verdadera inclinación a ella. Con este propósito dejó su monasterio y, durante dieciséis días, recorrió el desierto y tuvo algunos encuentros edificantes y algunas aventuras extrañas; pero en el día décimo séptimo quedó asombrado a la vista de un ser al que se habría tomado por animal, pero era un hombre: ¡Era un hombre anciano, con la cabellera y las barbas tan largas, que le llegaban al suelo! ¡Tenía el cuerpo cubierto por un vello espeso como la piel de una fiera y de sus hombros colgaba un manto de hojas!... La aparición de semejante criatura fue tan espantable, que Pafnucio emprendió la huida. Sin embargo, el extraño ser le llamó para detenerle y le aseguró que también él era un hombre y un siervo de Dios. Con cierto recelo al principio, Pafnucio se acercó al desconocido, pero muy pronto ambos entablaron conversación y se enteró de que aquel extraño ser se llamaba Onofre, que había sido monje en un monasterio donde vivían con él muchos otros hermanos y que, al seguir su inclinación hacia la vida de soledad, se retiró ul desierto, donde había pasado setenta años. En respuesta a las preguntas de Pafnucio, el ermitaño admitió que en innumerables ocasiones había sufrido de hambre y de sed, de los rigores del clima y de la violencia de las tentaciones; sin embargo, Dios le había dado también consuelos innumerables y le había alimentado con los dátiles de una palmera que crecía cerca de su celda. Más adelante, Onofre condujo al peregrino hasta la cueva donde moraba y ahí pasaron el resto del día en amable plática sobre cosas santas. De repente, al caer la tarde, aparecieron ante ellos una torta de pan y un cántaro de agua y, tras de compartir la comida, ambos se sintieron extraordinariamente reconfortados. Durante toda aquella noche Onofre y Pafnucio oraron juntos.
Al despuntar el sol del día siguiente, Pafnucio advirtió alarmado que se había operado un cambio en el ermitaño, quien evidentemente se hallaba a punto de morir. En cuanto se acercó a él para ayudarle, Onofre comenzó a hablar: «Nada temas, hermano Pafnucio, dijo; el Señor, en su infinita misericordia, te envió aquí para que me sepultaras». El viajero sugirió al agonizante ermitaño que él mismo ocuparía la celda del desierto cuando la abandonase, pero Onofre repuso que no era esa la voluntad de Dios. Instantes después suplicó que le encomendasen el alma a las oraciones de los fieles, por quienes prometía interceder y, tras de haber dado la bendición a Pafnucio, se dejó caer en el suelo y entregó el espíritu. El visitante le hizo una mortaja con la mitad de su túnica, depositó el cadáver en el hueco de una roca y lo sepultó con piedras. Tan pronto como terminó su faena, vio cómo se derrumbaba la cueva donde había vivido el santo y cómo desaparecía la palmera que le había alimentado. Con esto comprendió Pafnucio que no debía permanecer por más tiempo en aquel lugar y se alejó al punto.
Acta Sanctorum, junio, vol. II, se encontrará una selección más que suficiente de variantes textuales. También hay otras versiones orientales, sobre todo las escritas en copto y en etíope. Véase sobre todo a W. Till en Koptische Heiligen und Martyrer-legenden (1935), pp. 14-19; W. E. Crum, Discours de Pisenthios en Revue de l'Orient chrétien, vol. X (1916), pp. 38-67. A pesar de que Pisenthios no dice nada nuevo sobre Onofre, su sermón demuestra que ya por el año 600, se celebraba con solemnidad su fiesta. Conviene ver notas críticas en Analecta Bolladiana, vol. XLVII (1929), pp. 138-141. No se da por cierta la tesis de que los nombres de Onfroi, Humfrey y sus derivados, que tanto se popularizaron en Francia e Inglaterra durante la Edad Media, se debiesen al culto a san Onofre, importado a Europa por los cruzados: cf. E. G. Withycombe, Oxford Dictionary of English Christian Names (1950). En la imagen: ícono cretense de mediados del siglo XVII.
fuente del texto: «Vidas de los santos de A. Butler»

8.6.25

Pentecostés

¡Señor, envía tu Espíritu!

El Señor dice en el Evangelio: “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (Jn 14,26). El Padre envió el Espíritu en el nombre del Hijo, para la gloria del Hijo, para manifestar la gloria del Hijo.
Les dice “les enseñará todo” para que sepan, y “les recordará lo que les he dicho” (Jn 14,26), exhorta. La gracia del Espíritu da el saber y el querer. Por eso cantamos en la misa de este día “¡Ven Espíritu Santo, penetra en el corazón de tus fieles!”, para que tengan la ciencia “¡que sean abrasados por el fuego de tu amor!” para que tengan el deseo de traducir en hechos lo que saben. Por eso también cantamos “¡Oh Señor, renueva la faz de la tierra!” Las Lamentaciones de Jeremías así enseñan: “El envió un fuego desde lo alto, lo hizo bajar hasta mis huesos” para instruirme (cf. Lm 1,13). La Iglesia comenta que el Padre de lo Alto, el Hijo, envían hoy en mis huesos, en los apóstoles, un fuego, el Espíritu Santo. Me instruye para que yo sepa y quiera. (…)
El Espíritu Santo da el saber y el querer. Presentemos lo que está en nuestras posibilidades y seremos templo del Espíritu Santo. ¡Recemos al Hijo de enviarlo a nosotros, Él que es bendito por los siglos. Amén! … Recemos con fervor, pidamos al Hijo de Dios enviar el Paracleto que nos hará conocerlo y amarlo, para llegar hasta Él.
San Antonio de Padua (1195-1231) franciscano, doctor de la Iglesia