VATICANO, 24 May. 15 / 07:32 am
(ACI).- El Papa Francisco presidió esta mañana en la Basílica de San Pedro la
Misa por la Solemnidad de Pentecostés, en la que señaló que el mundo necesita
hombres y mujeres llenos del Espíritu Santo que luchen contra el pecado y la
corrupción para dedicarse a las obras de la justicia y la paz.
A continuación y gracias a la
Oficina de Prensa de la Santa Sede, la homilía completa del Santo Padre:
“«Como el Padre me ha enviado,
así también os envío yo… recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 21.22), así dice
Jesús. La efusión que se dio en la tarde de la resurrección se repite en el día
de Pentecostés, reforzada por extraordinarias manifestaciones exteriores. La
tarde de Pascua Jesús se aparece a sus discípulos y sopla sobre ellos su
Espíritu (cf. Jn 20, 22); en la mañana de Pentecostés la efusión se produce de
manera fragorosa, como un viento que se abate impetuoso sobre la casa e irrumpe
en las mentes y en los corazones de los Apóstoles.
En consecuencia reciben una
energía tal que los empuja a anunciar en diversos idiomas el evento de la
resurrección de Cristo: «Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a
hablar en otras lenguas» (Hch 2, 4). Junto a ellos estaba María, la Madre de
Jesús, la primera discípula, y allí Madre de la Iglesia naciente. Con su paz,
con su sonrisa, con su maternidad, acompañaba el gozo de la joven Esposa, la
Iglesia de Jesús.
La Palabra de Dios, hoy de modo
especial, nos dice que el Espíritu actúa, en las personas y en las comunidades
que están colmadas de él, las hace capaces de recibir a Dios “Capax Dei”, dicen
los Santos Padres. Y ¿Qué es lo que hace el Espíritu Santo mediante esta nueva
capacidad que nos da? Guía hasta la verdad plena (Jn 16, 13), renueva la tierra
(Sal 103) y da sus frutos (Ga 5, 22-23). Guía, renueva y fructifica.
En el Evangelio, Jesús promete a
sus discípulos que, cuando él haya regresado al Padre, vendrá el Espíritu Santo
que los «guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Lo llama precisamente
«Espíritu de la verdad» y les
explica que su acción será la de introducirles cada vez más en la comprensión
de aquello que él, el Mesías, ha dicho y hecho, de modo particular de su muerte
y de su resurrección. A los Apóstoles, incapaces de soportar el escándalo de la
pasión de su Maestro, el Espíritu les dará una nueva clave de lectura para
introducirles en la verdad y en la belleza del evento de la salvación.
Estos hombres, antes asustados y
paralizados, encerrados en el cenáculo para evitar las consecuencias del
viernes santo, ya no se avergonzarán de ser discípulos de Cristo, ya no
temblarán ante los tribunales humanos. Gracias al Espíritu Santo del cual están
llenos, ellos comprenden «toda la verdad», esto es: que la muerte de Jesús no
es su derrota, sino la expresión extrema del amor de Dios. Amor que en la
Resurrección vence a la muerte y exalta a Jesús como el Viviente, el Señor, el
Redentor del hombre, el Señor de la historia y del mundo. Y esta realidad, de
la cual ellos son testigos, se convierte en Buena Noticia que se debe anunciar
a todos.
El Espíritu Santo renueva – guía
y renueva - renueva la tierra. El Salmo dice: «Envías tu espíritu… y repueblas
la faz tierra» (Sal103, 30). El relato de los Hechos de los Apóstoles sobre el
nacimiento de la Iglesia encuentra una correspondencia significativa en este
salmo, que es una gran alabanza a Dios Creador. El Espíritu Santo que Cristo ha
mandado de junto al Padre, y el Espíritu Creador que ha dado vida a cada cosa, son
uno y el mismo.
Por eso, el respeto de la
creación es una exigencia de nuestra fe: el “jardín” en el cual vivimos no se
nos ha confiado para que abusemos de él, sino para que lo cultivemos y lo
custodiemos con respeto (cf. Gn 2, 15). Pero esto es posible solamente si Adán
– el hombre formado con tierra – se deja a su vez renovar por el Espíritu
Santo, si se deja reformar por el Padre según el modelo de Cristo, nuevo Adán.
Entonces sí, renovados por el
Espíritu, podemos vivir la libertad de los hijos en armonía con toda la
creación y en cada criatura podemos reconocer un reflejo de la gloria del
Creador, como afirma otro salmo: «¡Señor, Dios nuestro, que admirable es tu
nombre en toda la tierra!» (Sal 8, 2.10). Guía, renueva y da, da fruto.
En la carta a los Gálatas, san
Pablo vuelve a mostrar cual es el “fruto” que se manifiesta en la vida de
aquellos que caminan según el Espíritu (Cf. 5, 22). Por un lado está la
«carne», acompañada por sus vicios que el Apóstol nombra, y que son las obras
del hombre egoísta, cerrado a la acción de la gracia de Dios. En cambio, en el
hombre que con fe deja que el Espíritu de Dios irrumpa en él, florecen los
dones divinos, resumidos en las nueve virtudes gozosas que Pablo llama «fruto
del Espíritu». De aquí la llamada, repetida al inicio y en la conclusión, como
un programa de vida: «Caminad según el Espíritu» (Ga 5, 16.25).
El mundo tiene necesidad de
hombres y mujeres no cerrados, sino llenos de Espíritu Santo. El estar cerrados
al Espíritu Santo no es solamente falta de libertad, sino también pecado.
Existen muchos modos de cerrarse al Espíritu Santo. En el egoísmo del propio
interés, en el legalismo rígido – como la actitud de los doctores de la ley que
Jesús llama hipócritas -, en la falta de memoria de todo aquello que Jesús ha
enseñado, en el vivir la vida cristiana no como servicio sino como interés
personal, entre otras cosas. En cambio, el mundo tiene necesidad del valor, de
la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los discípulos de Cristo.
El mundo necesita los frutos, los
dones del Espíritu Santo, como enumera san Pablo: «amor, alegría, paz,
paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22). El
don del Espíritu Santo ha sido dado en abundancia a la Iglesia y a cada uno de
nosotros, para que podamos vivir con fe genuina y caridad operante, para que
podamos difundir la semilla de la reconciliación y de la paz.
Reforzados por el Espíritu Santo
– que guía, nos guía a la verdad, que nos renueva a nosotros y a toda la tierra,
y que nos da los frutos – reforzados en el Espíritu y por estos múltiples
dones, llegamos a ser capaces de luchar, sin concesión alguna, contra el
pecado, de luchar, sin concesión alguna, contra la corrupción que, día tras
día, se extiende cada vez más en el mundo, y de dedicarnos con paciente
perseverancia a las obras de la justicia y de la paz”.