“Pero acaeció que, yendo mi camino, cerca ya de Damasco, hacia el mediodía, de repente me envolvió una gran luz del cielo. Caí al suelo y oí una voz que me decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo respondí: ¿Quién eres, Señor? Y me dijo: Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Los que estaban conmigo vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba. Yo dije: ¿Qué he de hacer, Señor?” (Hechos de los Apóstoles 21: 6-10)
El hecho tuvo lugar probablemente en el año 36, catorce años antes del concilio de Jerusalén. Saulo y sus acompañantes estaban ya cerca de Damasco. Era hacia el mediodía. De repente una luz resplandeciente los envuelve y caen a tierra. Es de creer, aunque el texto bíblico explícitamente no lo dice, que el viaje lo hacían a caballo, no a pie, y, por tanto, la caída hubo de ser más violenta y aparatosa. Surge entonces el impresionante diálogo entre Jesús y Saulo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... ¿Quién eres, Señor?”. Parece, a juzgar por la frase de Jesús “duro es para ti pelear contra el aguijón” (cf. 26:14), que, en un primer momento, Pablo trató de resistir a la gracia, como caballo que se encabrita ante el pinchazo, pero pronto fue vencido y hubo de exclamar: “¿Qué he de hacer, Señor?”. Sin duda, este modo de proceder del Señor en su conversión influyó enormemente en él, para que luego en sus cartas insistiera tanto en que la justificación no es efecto de nuestro esfuerzo o de las obras de la Ley, sino puro beneficio de Dios. También la pregunta “¿Por qué me persigues?” debió de hacerle pensar en alguna misteriosa compenetración entre Cristo y sus fieles, que le impulsará a formular la maravillosa concepción del Cuerpo místico, otro de los rasgos salientes de su teología
No parece caber duda que San Pablo en esta ocasión vio realmente a Jesucristo en su humanidad gloriosa. Aunque el texto bíblico no lo dice nunca de modo explícito, claramente lo deja entender, cuando contrapone a Saulo y a sus acompañantes, diciendo que éstos “oyeron la voz, pero no vieron a nadie”, y en 26:16 se dice expresamente: “para esto me he aparecido a ti.” Por lo demás, el mismo Pablo, aludiendo sin duda a esta visión, dirá más tarde a los Corintios: “¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús, Señor nuestro?” (1 Cor 9:1); y algo más adelante: “Apareció a Cefas, luego a los Doce.. últimamente, como a un aborto, se me apareció también a mí” (1 Cor 15:5-9). Y nótese que esas apariciones a los apóstoles eran reales y objetivas (cf. 1:3; 10:41), luego también la de Pablo, cosa, además, que exige el contexto, pues si es que algo valían esas apariciones para probar la resurrección de Cristo, es únicamente en la hipótesis de que éste se apareciera con su cuerpo real y verdadero.
Nada tiene, pues, de extraño que, terminada la visión, Pablo quedara como anonadado, sin ganas ni para comer, atento sólo a pensar y rumiar sobre lo acaecido, que trastornaba totalmente el rumbo de su vida. El estado de ceguera contribuía a aumentar más todavía esta su tensión de espíritu. Sólo después del encuentro con Ananías, pasados tres días, habiendo vuelto a tomar alimento, de nuevo, Pablo cobra fuerzas como dice en el versículo 19, como hemos visto en otras ocasiones, estas abstenciones de comer y beber han sido siempre frecuentes en personas místicas, y Pablo parece que fue una de ellas, a juzgar por algunos testimonios de sus cartas.
Saulo, nacido en Tarso, hebreo, fariseo rigorista, bien formado a los pies de Gamaliel, muy apasionado, ya había tomado parte en la lapidación del diácono Esteban, guardando los vestidos de los verdugos "para tirar piedras con las manos de todos", como interpreta agudamente San Agustín.
De espíritu violento, se adiestraba como buen cazador para cazar su presa. Con ardor indomable perseguía a los discípulos de Jesús. Pero Saulo cree perseguir, y es él el perseguido. Dios es infatigable cazador de almas y cazará a Saulo, que se ha emboscado en el recodo del camino que va de Jerusalén a Damasco. El Señor acecha a Saulo, su perseguidor bienamado. A partir de entonces, en el destino de todo hombre existirá ese mismo Dios al acecho, a la espera.
La vocación de Pablo es un caso único. Es un llamamiento personal de Cristo.
Sin embargo casi todos los llamados del Señor son mucho más sencillos y por cierto mucho menos espectaculares, estos vienen a veces en los acontecimientos comunes de la vida. De algún modo todos tenemos nuestro camino de Damasco. A cada uno nos aguarda el Señor en el recodo más inesperado del camino.
El hecho tuvo lugar probablemente en el año 36, catorce años antes del concilio de Jerusalén. Saulo y sus acompañantes estaban ya cerca de Damasco. Era hacia el mediodía. De repente una luz resplandeciente los envuelve y caen a tierra. Es de creer, aunque el texto bíblico explícitamente no lo dice, que el viaje lo hacían a caballo, no a pie, y, por tanto, la caída hubo de ser más violenta y aparatosa. Surge entonces el impresionante diálogo entre Jesús y Saulo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... ¿Quién eres, Señor?”. Parece, a juzgar por la frase de Jesús “duro es para ti pelear contra el aguijón” (cf. 26:14), que, en un primer momento, Pablo trató de resistir a la gracia, como caballo que se encabrita ante el pinchazo, pero pronto fue vencido y hubo de exclamar: “¿Qué he de hacer, Señor?”. Sin duda, este modo de proceder del Señor en su conversión influyó enormemente en él, para que luego en sus cartas insistiera tanto en que la justificación no es efecto de nuestro esfuerzo o de las obras de la Ley, sino puro beneficio de Dios. También la pregunta “¿Por qué me persigues?” debió de hacerle pensar en alguna misteriosa compenetración entre Cristo y sus fieles, que le impulsará a formular la maravillosa concepción del Cuerpo místico, otro de los rasgos salientes de su teología
No parece caber duda que San Pablo en esta ocasión vio realmente a Jesucristo en su humanidad gloriosa. Aunque el texto bíblico no lo dice nunca de modo explícito, claramente lo deja entender, cuando contrapone a Saulo y a sus acompañantes, diciendo que éstos “oyeron la voz, pero no vieron a nadie”, y en 26:16 se dice expresamente: “para esto me he aparecido a ti.” Por lo demás, el mismo Pablo, aludiendo sin duda a esta visión, dirá más tarde a los Corintios: “¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús, Señor nuestro?” (1 Cor 9:1); y algo más adelante: “Apareció a Cefas, luego a los Doce.. últimamente, como a un aborto, se me apareció también a mí” (1 Cor 15:5-9). Y nótese que esas apariciones a los apóstoles eran reales y objetivas (cf. 1:3; 10:41), luego también la de Pablo, cosa, además, que exige el contexto, pues si es que algo valían esas apariciones para probar la resurrección de Cristo, es únicamente en la hipótesis de que éste se apareciera con su cuerpo real y verdadero.
Nada tiene, pues, de extraño que, terminada la visión, Pablo quedara como anonadado, sin ganas ni para comer, atento sólo a pensar y rumiar sobre lo acaecido, que trastornaba totalmente el rumbo de su vida. El estado de ceguera contribuía a aumentar más todavía esta su tensión de espíritu. Sólo después del encuentro con Ananías, pasados tres días, habiendo vuelto a tomar alimento, de nuevo, Pablo cobra fuerzas como dice en el versículo 19, como hemos visto en otras ocasiones, estas abstenciones de comer y beber han sido siempre frecuentes en personas místicas, y Pablo parece que fue una de ellas, a juzgar por algunos testimonios de sus cartas.
Saulo, nacido en Tarso, hebreo, fariseo rigorista, bien formado a los pies de Gamaliel, muy apasionado, ya había tomado parte en la lapidación del diácono Esteban, guardando los vestidos de los verdugos "para tirar piedras con las manos de todos", como interpreta agudamente San Agustín.
De espíritu violento, se adiestraba como buen cazador para cazar su presa. Con ardor indomable perseguía a los discípulos de Jesús. Pero Saulo cree perseguir, y es él el perseguido. Dios es infatigable cazador de almas y cazará a Saulo, que se ha emboscado en el recodo del camino que va de Jerusalén a Damasco. El Señor acecha a Saulo, su perseguidor bienamado. A partir de entonces, en el destino de todo hombre existirá ese mismo Dios al acecho, a la espera.
La vocación de Pablo es un caso único. Es un llamamiento personal de Cristo.
Sin embargo casi todos los llamados del Señor son mucho más sencillos y por cierto mucho menos espectaculares, estos vienen a veces en los acontecimientos comunes de la vida. De algún modo todos tenemos nuestro camino de Damasco. A cada uno nos aguarda el Señor en el recodo más inesperado del camino.
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