Cada quien es hijo de su vida y circunstancias. Todo creyente lo es
por diferentes motivos, pero la fuerza de su convicción sólo está
enraizada en la experiencia de un encuentro con el Señor resucitado, con
su Espíritu, presente en medio de nosotros. Para el creyente, la
existencia de Dios es tan cierta y real como la vida misma. En la
solemnidad de todos los Santos celebramos a todos los que se han dejado
alcanzar por Dios, a todos los que han hecho de su vida un ícono de la
presencia de Dios en medio de esta humanidad, muchas veces rota y divida
por el odio, la soberbia, el egoísmo y la sinrazón. Los santos nos
acercan a Dios al tiempo que nos recuerdan lo mejor de nosotros mismos.
Son los que hacen verdad las palabras de vida y de eternidad de Jesús.
El
encuentro con Jesús, con el Dios vivo, marca de una manera decisiva la
vida del creyente, le imprime un sello que lo capacita para anunciar y
proclamar el Evangelio a toda la creación, le hace solidario con todas
las criaturas y se convierte en testigo y testimonio de la esperanza en
un mundo más humano y fraterno en busca de la reconciliación universal.
Los santos muestran el rostro de la misericordia de Dios.