No podemos dar ejemplo ni llamarnos cristianos, si no damos ejemplo
al mundo, si no transmitimos una alegría profunda (interior y exterior).
El cristiano no puede tener el rostro arisco, no puede tener en su
corazón sentimientos intolerantes o pesimistas. Nuestro primer motivo de
alegría es la esperanza y la fe en Dios, el amor que nos tiene y el que
le demos debe hacer brotar de nuestro corazón una alegría sincera,
completa, “de dientes para adentro”.
La tristeza solo cabe en quien ha perdido la esperanza, en quien ha
sido abandonado. Y Dios nunca nos abandona, y estar en comunión con Él
en el cielo es una promesa que debe alegrarnos permanentemente.
El apostolado de la alegría es convincente, porque es un testimonio
directo de quien se ha olvidado de sus propios problemas para
preocuparse por los demás, y muy especialmente por haber puesto su
corazón en Dios.
Como católicos podemos ser atacados en muchas formas: por nuestra
veneración hacia la Santísima Virgen, por el crucifijo que podemos
llevar en el pecho, entre otras muchas. Pero algo que nunca nadie puede
atacar, una espada cuyo filo es suave, pero ante la cual no hay escudo,
es la alegría. Nadie puede reclamarnos el que seamos alegres, nadie nos
dirá “¡Incongruente!” si fuimos amables y sonreímos con el pobre hombre
que pide dinero en las calles. Nadie nos reclamará por pasar una tarde
en un hospital llevándole alegría a los enfermos.
La alegría es propia de los enamorados. Cuando alguien pasa por ahí
canturreando y con una sonrisa en los labios, con un semblante pacífico,
pensamos fácilmente “ah, son las cosas del amor”. Pues los católicos
tenemos muchas y muy buenas razones para tener esa alegría propia de los
enamorados.
“La alegría es el amor disfrutado; es su primer fruto. Cuanto más
grande es el amor, mayor es la alegría (SANTO TOMÁS, Suma Teológica).
Dios es amor (1, 4,8) enseña San Juan; un Amor sin medida, un Amor
eterno que se nos entrega. Y la santidad es amar, corresponder a esa
entrega de Dios al alma. Por eso, el discípulo de Cristo es un hombre,
una mujer, alegre, aun en medio de las mayores contrariedades: Y Yo os
daré una alegría que nadie os podrá quitar (Juan 16, 22). “Un santo
triste es un triste santo” se ha escrito con verdad. Porque la tristeza
tiene una íntima relación con la tibieza, con el egoísmo y la soledad.
El Señor nos pide el esfuerzo para desechar un gesto adusto o una
palabra destemplada para atraer muchas almas hacia Él, con nuestra
sonrisa y paz interior, con garbo y buen humor. Si hemos perdido la
alegría, la recuperamos con la oración, con la Confesión y el servicio a
los demás sin esperar recompensa aquí en la tierra.”
“La alegría verdadera, la que perdura por encima de las
contradicciones y del dolor, es la de quienes se encontraron con Dios en
las circunstancias más diversas y supieron seguirle. Y, entre todas, la
alegría de María: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está
transportado de alegría en Dios, salvador mío (Lucas 1, 46-47). Ella
posee a Jesús plenamente, y su alegría es la mayor que puede contener un
corazón humano. La alegría es la consecuencia inmediata de cierta
plenitud de vida. Y para la persona, esta plenitud consiste ante todo en
la sabiduría y en el amor (SANTO TOMÁS, Suma Teológica). Por su
misericordia infinita, Dios nos ha hecho hijos suyos en Jesucristo y
partícipes de su naturaleza, que es precisamente plenitud de Vida,
Sabiduría infinita, Amor inmenso. No podemos alcanzar alegría mayor que
la que se funda en ser hijos de Dios por la gracia, una alegría capaz de
subsistir en la enfermedad y en el fracaso: Yo os daré una alegría que
nadie os podrá quitar (Juan 16, 22) prometió el Señor en la Última Cena.
“ (Francisco Fernández Carvajal, Sáb. 2ª semana del T. O.)
Extraído de : www.encuentra.com