San Máximo el Confesor (c. 580-662)
monje y teólogo
Filocalia, “Interpretación del Padre Nuestro” (Philocalie des Pères neptiques; DDB-Lattès), trad. sc©evangelizo.org
Convertirse en huella del Reino de Dios
Está escrito: “¿Dónde estará el lugar de mi reposo? Hacia quien vuelvo la mirada es hacia el pobre, de espíritu acongojado, que se estremece ante mis palabras” (cf. Is 66,1-2). Está claro que el Reino de Dios Padre pertenece a los humildes y pacientes. Está escrito: “Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia” (Mt 5,5). (…)
La tierra, es el estado y potencia firmes e inmutables, suscitados por la belleza y por la rectitud de los que son pacientes. Ella está siempre con el Señor, lleva una alegría continua, ha conquistado el Reino preparado desde el origen y fue hecha digna del lugar y orden del cielo. Tal es una tierra que situada en medio del universo es razón de virtud. El hombre paciente que está en medio, entre la alabanza y la difamación, permanece impasible: ni vanidoso por la alabanza ni triste por la difamación. Después de haber rechazado el deseo de las cosas de las que ha sido liberada naturalmente, la razón no siente los ataques cuando la molestan: descansa de sus agitaciones y ha transportado la potencia del alma al puerto de la libertad divina, liberada de inquietudes. Es la libertad que el Señor deseaba trasmitir a sus discípulos. Dijo: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio” (Mt 11,28-29). Llama “alivio” a la potencia del Reino divino. Esta potencia suscita, en los que son dignos, una majestad libre de todo servilismo.
monje y teólogo
Filocalia, “Interpretación del Padre Nuestro” (Philocalie des Pères neptiques; DDB-Lattès), trad. sc©evangelizo.org
Convertirse en huella del Reino de Dios
Está escrito: “¿Dónde estará el lugar de mi reposo? Hacia quien vuelvo la mirada es hacia el pobre, de espíritu acongojado, que se estremece ante mis palabras” (cf. Is 66,1-2). Está claro que el Reino de Dios Padre pertenece a los humildes y pacientes. Está escrito: “Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia” (Mt 5,5). (…)
La tierra, es el estado y potencia firmes e inmutables, suscitados por la belleza y por la rectitud de los que son pacientes. Ella está siempre con el Señor, lleva una alegría continua, ha conquistado el Reino preparado desde el origen y fue hecha digna del lugar y orden del cielo. Tal es una tierra que situada en medio del universo es razón de virtud. El hombre paciente que está en medio, entre la alabanza y la difamación, permanece impasible: ni vanidoso por la alabanza ni triste por la difamación. Después de haber rechazado el deseo de las cosas de las que ha sido liberada naturalmente, la razón no siente los ataques cuando la molestan: descansa de sus agitaciones y ha transportado la potencia del alma al puerto de la libertad divina, liberada de inquietudes. Es la libertad que el Señor deseaba trasmitir a sus discípulos. Dijo: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio” (Mt 11,28-29). Llama “alivio” a la potencia del Reino divino. Esta potencia suscita, en los que son dignos, una majestad libre de todo servilismo.
Si,
al estado puro, la potencia indestructible del Reino es dada a los
humildes y pacientes, ¿quién tendría tan poco amor y deseo de los bienes
divinos, como para no tender al máximo hacia la humildad y paciencia y
así convertirse en huella del Reino de Dios, en cuanto es posible al
hombre? Entonces, por gracia, lleva en sí lo que le da una forma
espiritual semejante a la de Cristo, quien es naturalmente por esencia
el gran Rey.
fuente: evangeliodeldia.org
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 25 de junio de 2008
San Máximo el Confesor
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero presentar la figura de uno de los grandes
Padres de la Iglesia de Oriente del período tardío. Se trata de un
monje, san Máximo, al que la tradición cristiana le otorgó el título de Confesor
por la intrépida valentía con que supo testimoniar —"confesar"—,
incluso con el sufrimiento, la integridad de su fe en Jesucristo,
verdadero Dios y verdadero hombre, Salvador del mundo.
San Máximo nació en Palestina, la tierra del Señor, en
torno al año 580. Desde su adolescencia se orientó a la vida monástica y
al estudio de las Escrituras, en parte a través de las obras de
Orígenes, el gran maestro que ya en el siglo III había "consolidado" la
tradición exegética alejandrina.
De Jerusalén se trasladó a Constantinopla y de allí, a
causa de las invasiones bárbaras, se refugió en África, donde se
distinguió por su gran valentía en la defensa de la ortodoxia. San
Máximo no aceptaba ninguna disminución de la humanidad de Cristo. Había
surgido la teoría según la cual Cristo sólo tenía una voluntad, la
divina. Para defender la unicidad de su persona, negaban que tuviera una
auténtica voluntad humana. Y, a primera vista, podía parecer algo bueno
que Cristo tuviera una sola voluntad. Pero san Máximo comprendió
inmediatamente que esto destruía el misterio de la salvación, pues una
humanidad sin voluntad, un hombre sin voluntad no es verdadero hombre,
es un hombre amputado.
Por tanto, según esa teoría, el hombre Jesucristo no
habría sido verdadero hombre, no habría vivido el drama del ser humano,
que consiste precisamente en la dificultad para conformar nuestra
voluntad con la verdad del ser. Así, san Máximo afirma con gran
decisión: la sagrada Escritura no nos muestra a un hombre amputado, sin
voluntad, sino a un verdadero hombre, a un hombre completo: Dios, en
Jesucristo, asumió realmente la totalidad del ser humano —obviamente,
excepto el pecado—; por tanto, también una voluntad humana.
Dicho de esta forma resulta claro: Cristo, o es hombre o
no lo es. Si es hombre, también tiene voluntad. Pero entonces surge el
problema: ¿no se cae así en una especie de dualismo? ¿No se acaba
afirmando dos personalidades completas: razón, voluntad y sentimiento?
¿Cómo superar el dualismo, conservar la integridad del ser humano y, sin
embargo, defender la unidad de la persona de Cristo, que no era
esquizofrénico? San Máximo demuestra que el hombre no encuentra su
unidad, su integración, su totalidad en sí mismo, sino superándose a sí
mismo, saliendo de sí mismo. De este modo, también en Cristo, saliendo
de sí mismo, el hombre se encuentra a sí mismo en Dios, en el Hijo de
Dios.
No se debe amputar al hombre para explicar la
Encarnación; basta comprender el dinamismo del ser humano, que sólo se
realiza saliendo de sí mismo. Sólo en Dios nos encontramos a nosotros
mismos; sólo en él encontramos nuestra totalidad e integridad. Así se ve
que el hombre que se encierra en sí mismo no está completo; por el
contrario, el hombre que se abre, que sale de sí mismo, es un hombre
completo y precisamente en el Hijo de Dios se encuentra a sí mismo,
encuentra su verdadera humanidad.
Para san Máximo esta concepción no es una especulación
filosófica; la ve realizada en la vida concreta de Jesús, sobre todo en
el drama de Getsemaní. En este drama de la agonía de Jesús, en la
angustia de la muerte, de la oposición entre la voluntad humana de no
morir y la voluntad divina, que se ofrece a la muerte, en este drama de
Getsemaní se realiza todo el drama humano, el drama de nuestra
redención. San Máximo nos dice, y sabemos que es verdad: Adán —y Adán
somos nosotros— creía que el "no" era el culmen de la libertad. Sólo
sería realmente libre quien puede decir "no"; para realizar realmente su
libertad, el hombre debe decir "no" a Dios; sólo así cree que es él
mismo, que ha llegado al culmen de la libertad. La naturaleza humana de
Cristo también llevaba en sí esta tendencia, pero la superó, pues Jesús
comprendió que el "no" no es el grado máximo de la libertad humana.
El grado máximo de la libertad es el "sí", la
conformidad con la voluntad de Dios. El hombre sólo llega a ser
realmente él mismo en el "sí"; el hombre sólo llega a estar inmensamente
abierto, sólo llega a ser "divino" en la gran apertura del "sí", en la
unificación de su voluntad con la voluntad divina. Adán deseaba ser como
Dios, es decir, ser completamente libre. Pero el hombre que se encierra
en sí mismo no es divino, no es completamente libre; lo es si sale de
sí; en el "sí" llega a ser libre. Este es el drama de Getsemaní: no se
haga mi voluntad, sino la tuya. Cambiando la voluntad humana por la
voluntad divina nace el verdadero hombre; así somos redimidos. Este era,
en síntesis, el punto principal del pensamiento de san Máximo y vemos
que en él está en juego todo el ser humano; está en juego toda nuestra
vida.
San Máximo ya tenía problemas en África por defender
esta concepción del hombre y de Dios; y fue llamado a Roma. En el año
649 participó en el concilio de Letrán, convocado por el Papa Martín I,
para defender las dos voluntades de Cristo contra el edicto del
emperador, que por el bien de la paz prohibía discutir esta cuestión. El
Papa Martín I tuvo que pagar un precio muy alto por su valentía: aunque
estaba enfermo, fue arrestado y llevado a Constantinopla. Procesado y
condenado a muerte, se le conmutó la pena por el destierro definitivo en
Crimea, donde falleció el 16 de septiembre del año 655, tras dos largos
años de humillaciones y tormentos.
Poco tiempo después, en el año 662, le tocó el turno a
san Máximo, el cual, también oponiéndose al emperador, seguía
repitiendo: "Es imposible afirmar que Cristo tenía una sola voluntad"
(cf. PG 91, cc. 268-269). Así, junto con dos de sus discípulos,
ambos llamados Anastasio, san Máximo fue sometido a un proceso agotador,
a pesar de que ya tenía más de ochenta años de edad. El tribunal del
emperador le condenó, con la acusación de herejía, a la cruel mutilación
de la lengua y de la mano derecha, los dos órganos mediante los cuales,
a través de la palabra y los escritos, san Máximo había combatido la
doctrina errónea de la voluntad única de Cristo. Por último, el santo
monje, así mutilado, fue desterrado a la Cólquida, en el mar Negro,
donde murió, agotado por los sufrimientos padecidos, a los 82 años, el
13 de agosto del año 662.
Al hablar de la vida de san Máximo, hemos mencionado su
obra literaria en defensa de la ortodoxia. En particular, nos referimos a
la Disputa con Pirro, que había sido patriarca de
Constantinopla; en ella logró persuadir a su adversario de sus errores.
En efecto, con gran honradez, Pirro concluyó así la Disputa:
"Pido perdón para mí y para quienes me han precedido: por ignorancia
llegamos a estos absurdos pensamientos y argumentaciones; y pido que se
encuentre la manera de cancelar estas absurdidades, salvando el recuerdo
de quienes se han equivocado" (PG 91, c. 352).
Además, nos han llegado varias decenas de obras importantes, entre las que destaca la Mystagogia, uno de los escritos más significativos de san Máximo, que recoge su pensamiento teológico con una síntesis bien estructurada.
El pensamiento de san Máximo nunca es sólo teológico,
especulativo, encerrado en sí mismo, pues siempre desemboca en la
realidad concreta del mundo y de la salvación. En este contexto, en el
que tuvo que sufrir, no podía evadirse con afirmaciones filosóficas sólo
teóricas; debía buscar el sentido de la vida, preguntándose: ¿quién
soy?, ¿qué es el mundo? Al hombre, creado a su imagen y semejanza, Dios
le ha encomendado la misión de unificar el cosmos. Y como Cristo unificó
en sí mismo al ser humano, el Creador ha unificado el cosmos en el
hombre. Nos ha mostrado cómo unificar el cosmos en la comunión de
Cristo, llegando así realmente a un mundo redimido.
A esta profunda visión salvífica se refiere uno de los
teólogos más destacados del siglo XX, Hans Urs von Balthasar, quien,
"relanzando" la figura de san Máximo, define su pensamiento con la
incisiva expresión "liturgia cósmica" (Kosmische Liturgie).
En el centro de esta solemne "liturgia" siempre está Jesucristo, único
Salvador del mundo. La eficacia de su acción salvífica, que unificó
definitivamente el cosmos, está garantizada por el hecho de que él, aun
siendo Dios en todo, también es íntegramente hombre, incluyendo la
"energía" y la voluntad del hombre.
La vida y el pensamiento de san Máximo quedan
fuertemente iluminados por su inmensa valentía para testimoniar la
realidad íntegra de Cristo, sin disminuciones ni componendas. Así queda
claro quién es realmente el hombre y cómo debemos vivir para responder a
nuestra vocación. Debemos vivir unidos a Dios, para estar así unidos a
nosotros mismos y al cosmos, dando al cosmos mismo y a la humanidad su
justa forma. El "sí" universal de Cristo también nos muestra claramente
dónde situar adecuadamente todos los demás valores. Pensemos en valores
que justamente se defienden hoy, como la tolerancia, la libertad y el
diálogo. Pero una tolerancia que no sepa distinguir el bien del mal
sería caótica y auto-destructiva. Del mismo modo, una libertad que no
respete la libertad de los demás y no halle la medida común de nuestras
libertades respectivas, sería anárquica y destruiría la autoridad. El
diálogo que ya no sabe sobre qué dialogar resulta una palabrería vacía.
Todos estos valores son grandes y fundamentales, pero
sólo pueden ser verdaderos si tienen un punto de referencia que los une y
les confiere la verdadera autenticidad. Este punto de referencia es la
síntesis entre Dios y el cosmos, es la figura de Cristo en la que
aprendemos la verdad sobre nosotros mismos, así como el lugar donde se
han de situar todos los demás valores, por haber descubierto su
auténtico significado. Jesucristo es el punto de referencia que ilumina
todos los demás valores. Este es el punto de llegada del testimonio de
este gran Confesor. Así, al final, Cristo nos indica que el cosmos debe
llegar a ser liturgia, gloria de Dios, y que la adoración es el inicio
de la verdadera transformación, de la verdadera renovación del mundo.
Por eso, quiero concluir con un pasaje fundamental de
las obras de san Máximo: "Adoramos a un solo Hijo, en unión con el Padre
y el Espíritu Santo, como antes de los siglos, ahora y en todos los
siglos, y por los siglos de los siglos. ¡Amén!" (PG 91, c. 269).